Javier Marías Franco


JAVIER MARÍAS LA ZONA FANTASMA


 


Bailando encima de las mesas



El País Semanal, 26 de febrero de 2012


Algo muy raro pasa en España. Como siempre, por lo de­más. El Tribunal Supremo, compuesto esta vez por los señores Giménez, Varela, Monterde, Martínez Arrieta, Colmenero, Berdugo y Marchena -nombres que con­viene no olvidar, por si nos vemos algún día ante ellos-, ha conde­nado por unanimidad al juez Garzón, acusado de prevaricación por los imputados de la trama Gürtel. Y no sólo lo ha condenado con severidad -once años de inhabilitación suponen el fin de su carrera-, sino que en su sentencia le ha echado un rapapolvo humillante y descomunal. Ambas cosas contrastan con el silencio y la pasividad aplicados a otros casos semejantes, es decir, casos de escuchas de las conversaciones entre reos y abogados sin que aquéllos estuvieran imputados por terrorismo, como estipula la ley que deben estarlo para que dichas escuchas no sean ilegales. Entre ellos, el de Marta del Castillo, en que se espió para intentar averiguar el paradero de su cadáver, y el del abogado Vioque, en que se grabó a su letrada para prevenir el posible asesinato del fiscal antidroga a manos de un sicario.

Los magistrados del Supremo, la porta­voz del CGPJ y gran parte de la prensa (la de derecha o extrema derecha, matiz cada vez más inapreciable en nuestro país) se han apresurado a negar toda intención política en el proceso y en el fallo, y de hecho los han presentado como un triunfo de las li­bertades en el marco de un dictamen im­parcial y en todo atenido a derecho. Evidentemente, uno no puede juzgar intenciones -que están en el ánimo de cada cual- ni menos aún entrar en tecnicismos, al ser profano en leyes. Pero algo muy raro pasa, si se piensa que Gar­zón está sometido a otros dos procesos, casi simultáneamente, uno de ellos por haberse declarado competente para investigar crímenes del franquismo, los que según él no habrían prescrito al ser crímenes contra la humanidad. Uno diría, en todo caso, que la condena de un relevante juez no puede ser motivo de ale­gría, haya sido o no justa la sentencia, sino de deploración. No lo ha visto así alguien con responsabilidad como Esperanza Agui­rre -aunque lunático, ya lo he dicho aquí-, quien corrió a decla­rar: “Yo creo que es un día muy alegre para la democracia. Los fines no pueden justificar los medios”. Y qué decir de esa prensa de derecha o de extrema derecha: se notaba que sus columnistas y editorialistas habían escrito sus piezas bailando encima de sus mesas, y uno de ellos, con chulería, recurría a los sobados sími­les futbolísticos y se ufanaba de la goleada: “siete a cero”, decía, en referencia a la unanimidad de los jueces. De los tertulianos televisivos ni hablemos, sólo les faltaba soplar matasuegras.

Es normal que la izquierda oficial apoye a Garzón: no en balde hizo detener a Pinochet (muchos siempre se lo agradeceremos) y ha atendido el deseo de saber de víctimas del franquismo. Ahora bien, ¿por qué lo detesta la derecha ahora? ¿Por qué baila sobre las mesas al verlo inhabilitado? No siempre fue así. El panegírico más demente que yo haya leído de este juez lo firmó, no hace diez años, Juan Manuel de Prada, conspicuo columnista de Abc y del Grupo Vocento, a menudo inspirado por la Conferencia Episcopal. En un artículo de ese diario del 6-7-02, llamaba a Garzón” el gran héroe de nuestro tiempo”, y explicaba: “Escribo mientras mi hija recién nacida patalea en la cuna…; a los veinte años oirá hablar de Gar­zón con esa veneración que se reserva a los personajes que rectifi­can el curso lánguido de la Historia” . Arremetía contra sus “detrac­tores, que son legión” y sus “insidias tan casposillas”. En cuanto al motivo de su condena actual, que sus correligionarios celebran y justifican, se despachaba así: “¿Qué importa, frente a tanta gran­deza, que sus métodos no sean del todo ortodoxos ni ajustados a los tiquismiquis de los leguleyos?” Si fuera coherente, hoy debería tildar de tales a los siete magistrados cuyos nombres no convie­ne olvidar. Prada, que a 11-2-12, e igualmen­te en Abc, ve a Garzón “movido por la ambi­ción” y “sometido al peaje del progresismo”, terminaba así aquel texto de 2002: “Al acabar de escribir, le muestro a mi hija un retrato de Garzón, para que empiece a distinguir las facciones de un hombre único, que pertene­ce a la raza de los héroes …” Es sólo un ejemplo. Si me quedó memoria de este ditirambo concreto, fue justamente porque me pre­ocupó un poco aquella niñita en su cuna. “Aunque bueno”, pensé, “podría ser peor, si a su padre le diera por ponerle delante, qué sé yo, un retrato de Escrivá de Balaguer”. No era este columnista ul­tracatólico el único que adoraba a Garzón. Entonces éste perse­guía a ETA, al narcotráfico, a la corrupción y al GAL. Lo mismo que ahora, en los tres primeros casos. ¿Qué no perseguía, que hoy sí? Los crímenes del franquismo y la red Gürtel, corruptora de nume­rosos políticos del PP. Ha bastado que investigue esa trama para que “los tiquismiquis de los leguleyos”, según expresión de Prada, hayan pasado a ser sacrosantos. Para los siete del Supremo, para Esperanza Aguirre y buena parte de su partido, para los periodistas que han bailado mientras redactaban sus columnas y editoriales. Una de las cosas raras que pasan es que, si bien no todo el PP es de extrema derecha ni franquista, casi todos los individuos franquis­tas y de extrema derecha están en el PP o votan por él. Por el parti­do -no sé si se acuerdan- que nos gobierna y nos va a gobernar largo tiempo, y con mayoría absoluta además.


JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 26 de febrero de 2012


 



Escuela de inmisericordes

El País Semanal, 19 de febrero de 2012

Allá por el pasado septiembre, cuando todavía eran ocho o nueve los candidatos que competían por la nomina­ción republicana para las próximas elecciones a Presi­dente de los Estados Unidos, hubo en la prensa resúme­nes de sus respectivas posturas, que, a decir verdad, diferían poco o tan sólo en matices. Según el corresponsal Antonio Caño, para esos hombres y mujeres la solución a los problemas nacionales pasaba en todo caso por “menos regulación, menos control, más libertad a las empresas y menos impuestos o ninguno en absolu­to… Se presentaron propuestas como la de retirar a los policías de los aeropuertos y dejar la seguridad en manos de las compa­ñías aéreas, o la de negarle al Estado toda autoridad en materia educativa y entregársela plenamente a las familias”. Al parecer, la mayor ovación que se oyó en el debate que tuvo lugar enton­ces fue cuando alguien recordó que Texas había ejecutado hasta aquella fecha a 234 presos, un récord nacional. El Gobernador de ese Estado desde hace diez años (ahora ya retirado de la carrera, no sé si por suerte o desgracia), defendió con orgullo esa marca y apostilló, como si hiciera falta: “Eso no me quita el sueño”. Por supuesto, todos los aspirantes echaron pestes de la tímida reforma sanitaria de Obama -que intenta que no se mueran sin más quienes enfermen y no dispongan de medios para costearse la carísima atención médica privada- y juraron eliminarla en su hipotético primer día en la Casa Blanca.

Otra cosa en la que también coincidie­ron -y esto es lo más llamativo- fue en rechazar la teoría de la evolución de Darwin porque, “a su entender, el hombre fue creado por Dios”. Si digo que es lo más llamativo no es -o no solamente- por su primitivo e irracional repudio a la ciencia, sino porque, mientras negaban la selección natural de las especies, con sus propuestas intentaban impulsarla y desarrollarla, reim­plantarla entre los humanos y dejarle el camino expedito, sin fre­nos ni trabas. Si el papel del Estado y de los Gobiernos queda redu­cido al mínimo, como ellos pretenden; si las empresas deben campar por sus fueros sin control ni normas, y la educación de los niños depender tan sólo de los medios económicos y las peculiares creencias de cada familia; si la doctrina es que cada cual se las arre­gle por sí solo y el que sufra pobreza, o mala salud, o ancianidad desvalida, o impedimento físico o psíquico, o simplemente mala suerte, que allá se las componga o perezca, no me digan que esto no es una entronización de la ley del más fuerte, también llamada ley de la selva, a fin de que sobrevivan sólo los agraciados por la fortuna o por la naturaleza, los que nacen ricos y sanos, y -claro está- los depredadores más fieros. Una de las cosas que nos distinguen de los animales -a los hombres” creados por Dios”, según estos individuos-, es nuestra disposición a renunciar voluntaria­mente a parte de nuestro poder y de nuestra fuerza, a dotarnos de leyes que no condenen a la desaparición “natural” a los débiles y desfavorecidos, así como nuestra capacidad para sentir cualquiera de las palabras modernas -”empatía”, “solidaridad”- que han ve­nido a sustituir a otras más tradicionales, como “caridad” o “pie­dad” o “misericordia”. Pero, según buena parte de la actual dere­cha mundial, esos conceptos están de sobra, de tal manera que los que más dicen detestar a Darwin resultan ser, en realidad, los más fervientes partidarios de lo que él se limitó a describir y exponer.

Y esa no es la única contradicción o hipocresía flagrantes. Esa derecha que aboga por el “Sálvese quien pueda, y el que no púdra­se”; que se opone a la intervención del Estado para ayudar a la gente en apuros; que detesta la sanidad pública y la educación universales; que considera meros parásitos a quienes no se pueden valer por sí mismos o ya han nacido casi abocados a la margina­ción y la indigencia; que culpa a quienes enferman o se ven arruinados por el motivo que sea; esa derecha, digo, se reclama “cristiana” invariablemente. Y, o yo he olvidado mi catecismo, o el cristianismo predica con énfasis lo que sus supuestos representantes hoy repudian: la compasión, la piedad, la caridad y la misericordia.

Esperanza Aguirre, confesa admirado­ra del Tea Party que inspira y domina a los beatos candidatos republicanos, ha im­puesto recortes del salario a los funciona­rios madrileños que no puedan acudir al trabajo por enferme­dad. Se trata de luchar contra el “absentismo”, según ella, pero lo cierto es que un médico, un celador o un enfermero de hospi­tal público perderán el 40% de su sueldo a partir del cuarto día de baja; otros funcionarios, adscritos a otras consejerías de la Co­munidad de Madrid, tardarán más tiempo en perder y perderán algo menos. Pero a quien enferme de veras y durante largo tiem­po se le añadirá el castigo de ver muy mermados sus ingresos, precisamente cuando es probable que deba afrontar muchos más gastos. Sé de una maestra que lleva muriéndose varios me­ses, que no va a mejorar ni a volver al trabajo. Se está muriendo, ¿comprenden?, sólo le queda irse despidiendo y esperar a que suceda. Pero mientras agoniza y espera se ve condenada a ser mucho más pobre y a angustiarse más por la situación en que dejará a sus hijos. Si eso no es lo contrario de la piedad y la misericordia -si eso no es crueldad y ensañamiento con los desampa­rados y los desventurados y débiles-, que venga el Cristo al que adoran y que sea él quien lo vea.

JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 19 de febrero de 2012

 

 

 


Conque congresos, ¿eh?



El País Semanal, 12 de febrero de 2012
 
A mi parecer, Esperanza Aguirre se ha quedado corta en su fervor por crear un “Las Vegas madrileño”, no se sabe si en la propia capital o en Alcorcón. Da lo mis­mo que luego, frenada o amonestada por el Gobierno central, de su partido, haya arriado velas momentáneamente: sus manifestaciones iniciales fueron tan escandalosas y serviles que no se comprende que no se la haya defenestrado al instante -como. al ejemplar Camps-, por representar un peligro público para los ciudadanos de la Comunidad que preside y una ame­naza para el conjunto de la nación. Que alguien tan lunático tenga tanto poder y responsabilidades resulta inquietante. A menos que se cambie de arriba abajo el modelo de Estado, y entonces ella sería una iluminada y una pionera a la que habría que vitorear, con la salvedad de que, como he dicho, se habría quedado corta en sus visiones.

Un multimillonario estadounidense cuyo inverosímil nombre parece salido de un spaghetti-western (Sheldon Adelson) se pro­pone crear en la región un gran complejo de casinos. Según las pueriles cuentas de la le­chera de la Presidenta, con ello se conseguirían 164.000 empleos directos y 97.000 indi­rectos (en total, nada menos que 261.000), y en un decenio se levantarían “12 resorts (36.000 habitaciones), seis casinos (1.065 mesas y 18.000 máquinas recreativas)”, amén de nueve teatros (?), hasta tres campos de golf y un escenario de 15.000 butacas (?). La alucinada codicia institucional de Aguirre la ha llevado a decir que “vamos a cambia toda la norma­tiva que haya que cambiar” para complacer al señor Adelson y al grupo Las Vegas Sands, lo cual supone instaurar una “isla legal” en el proyectado territorio lúdico. Según la crónica de Bruno García Gallo en este diario, las exigencias del multimillonario son, de en­trada: a) Cambiar el Estatuto de los Trabajadores para relajar los convenios, y la Ley de Extranjería para dar un trato especial a sus empleados. b) Dos años de exención en las cuotas a la Seguridad Social y en todos los impuestos estatales, regionales y municipales. c) Que el Estado garantice un préstamo de 25 millones de euros que solicitaría la UE. d) Nuevas infraestructuras (metro, cercanías, carreteras) y el traslado del vertedero de Valdemingómez y del asentamiento de la Cañada Real. e) Que se le ceda todo el suelo público en la zona, reubicando las viviendas protegidas y expropiando el suelo privado. f) Cambiar la ley antiblanqueo de capita­les e instaurar un sistema de intermediarios{que en los casinos de la empresa en Macao parece haber caído en manos de la mafia china). A todo esto se mostró inicialmente dispuesta Aguirre, ya que, según ella, no se trataba de instalar un complejo de juego con legislación especial, sino de una gran inversión en la Comunidad de Madrid … “para convertirse en el centro de congresos del sur de Europa”. Es decir, los casinos se construyen para que se celebren sesudos congresos en ellos, sobre todo para eso. Respecto a su afirmación de que “Novamos a vulnerar ni uno solo de nuestros principios y valores”, no es muy tranquilizadora, pues a nadie se le oculta que principios tiene pocos, o a la manera de Groucho Marx (ya saben su célebre frase: “He aquí mis principios; si no le gustan, tengo otros”).

Pero, ya puestos, no entiendo por qué la Presidenta se ha que­dado a medias. Tengo para mí que los Estados se equivocan en su cruzada contra las drogas. No sólo es una guerra perdida, como se demuestra a diario en México y otros lugares, sino que la prohibi­ción y persecución no hacen sino fortalecer y enriquecer, más y más, a las mafias de narcotraficantes. Por otra parte, los Estados renuncian a un verdadero aluvión de ingresos -ahora es todo dinero negro, el que mueve ese comercio- que podría resolver o paliar la crisis si la fabricación y distribución de drogas pasaran a depender de ellos. Al fin y al cabo, lo que la gente quiere lo acaba consi­guiendo de una u otra manera. Imagínense, además, la cantidad de empleos que, al igual que los casinos -perdón, congresos-,crearía ese negocio una vez legalizado: cultivadores, depuradores, transportistas, distribuidores, publicistas, empaquetadores, almacenado­res, directivos, vendedores, controladores de calidad, vigilantes para impedir la adultera­ción, sanitarios, desintoxicadores para quienes quisieran quitarse y qué sé yo cuántas figuras más. Y otro tanto podría decirse de la prostitución supervisada y legal: qué cantidad de puestos de traba­jo, qué riada de impuestos que hoy no se cobran. Ah, qué infinidad de congresos se celebrarían en una “isla” en la que no sólo pudiera apostarse a todo lo imaginable, sino comprar y consumir drogas libremente, alquilar sexo sin trabas… y hasta fumar bajo techo, lo peor de lo peor ahora mismo. Sí, Aguirre se ha quedado corta en realidad. Puestos a “cambiar toda la normativa que haya que cam­biar”, ¿por qué no incluir las relativas a lo que acabo de mencionar? Y es más, ¿por qué limitarse a una “isla”? La beneficiosa excepción podría convertirse en regla, en todo el territorio nacional. España entera se convertiría en un lugar tan próspero como Las Vegas, de eso se trata. Lo que Aguirre olvida es que todos hemos visto muchas películas sobre esa singular ciudad, desde Bugsy, sobre el gangster fundador “Bugsy” Siegel, hasta El Padrino y Casino. Y si bien es cierto que la realidad imita al arte, no lo es menos que el arte siempre se inspira en la realidad. Conque congresos, ¿eh? Voy a volver a ponerme esas películas, a ver cuántos salen en ellas.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 12 de febrero de 2012

 

 

 

 

JAVIER MARÍAS 15/01/2012

Quién quiere reputación


Hablaba el pasado domingo del peligro de los finales aspaventosos, de cómo éstos -se los busquen los individuos o no- tienden a quedar como lo más verdadero de toda una vida, como lo configurador y definitorio e inamovible, a la manera en que lo hacen los desenlaces de las novelas, los cuentos, las películas y los dramas. De cómo lo que se recuerda de los seres reales se asemeja, más de lo razonable, a los destinos de los personajes de ficción que perduran en nuestra memoria. Las tempranas muertes de Kurt Cobain o Amy Winehouse los caracterizarán ya para siempre tanto como a Romeo y Julieta su tonto sino trágico, y que Elvis Presley muriera como murió -en el cuarto de baño y con vómitos, al parecer- condicionará tanto el conjunto de su figura como estará condicionada la de Madame Bovary por el veneno que ingirió y le provocó una muerte atroz, grabada en la mente de todo lector de Flaubert. En las creaciones literarias o cinematográficas -en las narrativas-, los hechos están abocados a ser los mismos durante toda la eternidad, es decir, mientras haya lectores y espectadores: Don Quijote y Macbeth murieron como murieron y no hay vuelta de hoja; no habrá nunca duda de quién fue el hombre que mató a Liberty Valance; nadie podrá alterar la última palabra del ciudadano Kane, que fue y será "Rosebud" sin remisión.
Solemos creer que las vidas reales no están tan atadas ni determinadas, que casi todo tiene remedio o mentís o enmienda o rectificación, fingiendo ignorar que nuestro término puede encontrarse a la vuelta de cualquier esquina y que puede ser -mala suerte- lo bastante dramático o espectacular para borrar o teñir cuanto hicimos antes, a veces con esfuerzo y dedicación. Pero, si aceptamos que el resumen de nuestras existencias será siempre breve -como corresponde a la palabra "resumen"- y destacará unos pocos elementos -los más llamativos o fáciles de recordar, no por fuerza los más dignos-, deberíamos llevar cuidado no sólo con nuestro final, que a menudo nos es imposible prever y controlar, no digamos escenificar, y detrás del cual no viene nada ni hay más oportunidades, sino con casi cualquier hecho escandaloso o chillón, porque puede acabar siendo lo único a lo que se nos asocie, mientras se guarde memoria de nosotros, claro está.

En este sentido resulta asombroso que tantos sujetos se arriesguen tanto. Nada de lo que hiciera o haga en el futuro Roldán, aquel director de la Guardia Civil, contará lo más mínimo al lado de su robo monumental, será esto lo que aparezca al instante unido a su nombre. Es probable que, con ser mucho menos grave, e independientemente de su condena o exoneración, a Camps lo persigan sus trajes hasta la tumba y más allá, como a Strauss-Kahn su camarera africana, si es que alguien se acuerda de esos dos más allá. Nixon tuvo una larguísima trayectoria política, pero su perjurio en el caso Watergate (un asunto en verdad nimio a la luz de tanto espionaje impune como ha venido después) es lo único que acude a la cabeza de la gente al oír o leer su apellido. Hay baldones y manchas que se extienden de tal manera que oscurecen, cubren, barren, aniquilan todo lo demás. Una persona puede haber realizado grandes obras y haber sido benefactor de la humanidad, que todo eso quedará tapado por una sola falta o tacha de envergadura; todo eso no contará y será como si no hubiera existido. ¿Injusto? Sin duda, con frecuencia. Pero así es como va el mundo, del que jamás se ha dicho que fuera justo.

¿Cómo es, pues, que alguien como Urdangarin, yerno del Rey -por mencionar un caso conspicuo, pero en España hay incontables más-, se haya arriesgado así, independientemente de que a la postre salga absuelto de cuanto se le imputa? A efectos de lo que hablo, poco importará que se lo declare inocente o culpable. Dado que no es un personaje "dinámico", cuyos logros profesionales estén a la vista de todos y vayan a continuar (no es un deportista en activo, un Nadal cuyos futuros triunfos pudieran difuminar o disipar la mácula; ni un actor, o un escritor), su figura estática, mera comparsa de un símbolo, quedará, como mariposa, para siempre prendida con el alfiler del escándalo al que ahora da nombre, y en su biografía no habrá más para el común de las gentes, esto es, para la siempre despiadada y superficial memoria colectiva.

Se me ocurren sólo dos explicaciones, para correr tanto riesgo. Una es la conciencia que vamos teniendo de lo que acabo de exponer: si uno puede ser intachable a lo largo de su vida, y eso no va a contar ante el primer desliz llamativo o ante un final desdichado y espectacular del que acaso ni seamos responsables, ¿para qué tomarse molestias, para qué portarse bien si eso no nos asegura un relato póstumo satisfactorio? (Y además la calumnia acecha siempre.) La otra es la más probable, en mi opinión: a demasiada gente ha dejado de preocuparle cómo será recordada -lo que se llamaba su "buen nombre"-. Le trae sin cuidado lo que se piense o diga de ella, más aún cuando esté muerta. Eso es una bagatela en comparación con los beneficios obtenibles en vida. Cuando se habla de la falta de escrúpulos actual, o de moral, o de ética, no suele traerse a colación el siguiente factor que las propicia: estamos asistiendo al desprestigio y desaparición de algo que tuvo fuerza y frenó y disuadió de tantas conductas, al menos desde que se escribe la historia y hay registro de los hechos. Estamos asistiendo al fin de lo que acostumbraba a llamarse "la reputación".

 



JAVIER MARÍAS 30/10/2011

¿Qué me están comprando?


Como todo el mundo sabe a estas alturas, la directora general de Caja Mediterráneo hasta hace cuatro días (si uno pone "ex-directora" parece que su cargo sea cosa del pasado remoto, y no lo es en absoluto), se tenía asignado un sueldo anual de 600.000 euros y se había adjudicado, en caso de cese, una pensión anual vitalicia de 369.000. Dado que, según las fotos, es una mujer relativamente joven -y con motivo para lucir en la mayoría una amplia y autosatisfecha sonrisa; en las anteriores al escándalo, al menos-, cabe imaginar que, de haberse salido con la suya, se habría pasado treinta o más años cobrando eso por no hacer nada. Otros directivos de la misma entidad se despidieron antes con indemnizaciones millonarias, pese a haberla conducido a una situación de "quiebra técnica". Así, Roberto López, director entre 2001 y 2010, se llevó 3,8 millones al prejubilarse, además de otra cantidad desmedida en pensiones. Tales sumas claman al cielo, más que nada, porque las pérdidas de la CAM obligaron al Banco de España a "inyectarle 2.800 millones de capital, cifra que el supervisor ha dado prácticamente por perdida", según Julio M Lázaro en este diario. En Novacaixagalicia, por su parte, cuatro antiguos capitostes han recibido "compensaciones" por valor de 40 millones de euros, pese a haber requerido su entidad la nacionalización, ante su falta de solvencia. La Fiscalía Anticorrupción ha tomado cartas en el asunto de la CAM. Veremos.
La gente tiende a poner el grito en el cielo cuando alguien gana mucho, sea quien sea. Yo no; depende. No me escandaliza que Messi o Cristiano Ronaldo se embolsen grandes sumas, porque a su vez las generan para numerosísimos otros. Si millones de personas se sientan ante la televisión para ver lo que hacen con un balón, no les quepa duda de que de sus habilidades se están beneficiando montones de individuos y empresas. Tampoco me rasgo las vestiduras porque Shakira o Brad Pitt ganen millonadas. Cuantos más espectadores estén dispuestos a contemplarlos, mayor razón para que ellos se lleven un alto porcentaje. Que yo sepa, ni Messi ni Cristiano ni Shakira ni Pitt reciben dinero de los contribuyentes para sus actividades, ni obligan a nadie a tomar asiento para admirar sus talentos. De la misma manera, Ken Follett o J K Rowling no pueden imponer a nadie la adquisición de sus novelas, y si los lectores las compran libremente por millones, es lógico que ellos saquen provecho (lo contrario sería una explotación de su trabajo).

Cuando hay fondos públicos por medio es otra cosa. Y cuando una gestión no produce riqueza, sino malgasto y ruina, como en la CAM y en Novacaixagalicia, entonces son necesarias todas las alarmas. Cuando esa ruina le cuesta dinero al contribuyente, resulta indecente que ese dinero se emplee para premiar a los responsables de un desastre. Como también saben, las comunidades autónomas gobernadas por el PP y el Banco de España andan responsabilizándose entre sí de no haber controlado e impedido semejantes abusos. Pero ¿qué hay de la señora Amorós, el señor López y los demás obsequiados? ¿Acaso no se daban cuenta de lo desproporcionado de sus sueldos y pensiones vitalicias? ¿De que, a diferencia de lo que ocurre con Messi y Shakira, su trabajo no generaba ganancias que los justificaran? ¿De que, a diferencia de Cristiano y Pitt, ellos no eran insustituibles y de que cualquier otro ejecutivo podría haber desempeñado su cargo? Parece como si hoy fuera normal que casi nadie se pregunte, cuando está demasiado bien pagado, qué es lo que de verdad le están comprando. Como si a nadie le causara incomodidad ni recelo percibir más de lo que sería justo y adecuado y sensato, ni se planteara qué deuda contrae con ello ni a qué va a verse obligado. No sé. Cada vez que una editorial me ha ofrecido, por un libro, más de lo que yo consideraba razonable, o por lo menos "explicable", he sentido desconfianza y me he preguntado eso en seguida: ¿en realidad qué me están comprando? En más de una ocasión (y tengo de testigos a mis agentes literarias y editores), he rebajado el anticipo que se me proponía por considerarlo excesivo y no ver lo bastante claro a qué respondía. Muchos me juzgarán tonto o ingenuo -no eran cantidades que yo hubiera pedido, sino que se me ofrecían-, pero así he sido educado, y no fui el único entre los de mi generación, sin duda. ¿Qué ha sucedido para que incontables miembros de esa generación -no digamos de las siguientes, educadas por la nuestra en buena medida- desconozcan ese desasosiego ante lo inexplicable, aunque nos beneficie? Yo entiendo la corrupción o la codicia de quien no tiene nada, de quien incurre en ellas para subsistir, y no me atrevería mucho a condenarlas, como tampoco condena uno mucho el hurto del indigente o la estafa del menesteroso, siempre y cuando no conduzcan a sus víctimas a la menesterosidad o la indigencia. Pero no entiendo que la señora Amorós, que con la mitad de su sueldo habría vivido en la abundancia -y aun con un cuarto-, no tuviera reparos en cobrar 600.000 al año, sin preguntarse por qué alguien le permitía o le daba eso, ni a qué se comprometía con ello, ni qué le estaban comprando, además de su calamitoso trabajo. No hay nada personal contra ella, es sólo el ejemplo que corre. Lo mismo vale para su antecesor el señor López, los directivos de Novacaixagalicia y tantos políticos, empresarios y banqueros de los que aún no nos ha llegado deprimente noticia.