Octavio Salazar Benítez


 
Cuaderno de bitácora de Octavio Salazar Benítez



Vómito

OCTAVIO SALAZAR BENÍTEZ. Diario Córdoba 03/06/2013

Se me revuelven las tripas cada vez que escucho los discursos huecos y propagandísticos de los mediocres que dicen representarnos. Siento como un puñetazo en el estómago cuando compruebo que, en nombre de la sostenibilidad y de los designios de poderes salvajes, no dejan de recortarnos derechos y de convencernos de que el progreso en términos democráticos puede detenerse e incluso dar marcha atrás. Me provoca náuseas la tragedia que supone no solo sufrir un gobierno que no parece tener más rumbo que adelgazar al máximo el Estado Social sino también soportar al principal partido de la oposición perdido entre la falta de alternativas y las codicias que supura su ombligo.

Me ha cortado la digestión escuchar a Aznar amenazándonos con convertirse en nuestro salvador, como también lo hacen reiteradamente la chulería de Wert o las posiciones reaccionarias del ministro de Justicia que un día nos engañó con su máscara de centrado. De la misma forma que me ha dejado sin aliento asistir en Andalucía al espectáculo de comprobar cómo todos los partidos, habitualmente negados para la búsqueda de acuerdos que persigan el interés general, no han tenido reparos en unirse para cesar a Chamizo. Este cese se ha convertido en el símbolo más cruel y doloroso del penoso funcionamiento de unas instituciones controladas por las castas partidistas y el espejo más certero de las miserias de unos políticos y de unas políticas que continúan creyendo que somos imbéciles. Unos representantes que, vaya paradoja, han cesado al Defensor del Pueblo precisamente porque cumplía a la perfección la función que el sistema le encomendaba: controlar el poder, defender los derechos, denunciar los abusos y, en su caso, sacar los colores a unas administraciones cuando pisoteaban la dignidad de los más vulnerables. En justo reconocimiento al fiel cumplimiento de su labor, sobre la que creo pocos reparos pueden hacerse, Chamizo ha sido silenciado, al menos desde los púlpitos que controla una izquierda esquizofrénica. Porque estoy seguro que el que tanto nos defendió seguirá haciéndolo en otros espacios cívicos donde afortunadamente será mucho más complicado callarlo. Justo además cuando necesitamos muchos hombres y muchas mujeres que como él encabecen lo que ya solo puede tener la forma de revolución.

Porque son tantos las sinrazones y maldades que se acumulan que mis jugos gástricos no dan abasto. Tal vez me sentaría bien un licor digestivo de esos que en el bar del Congreso se ofrecen a precios subvencionados con el dinero de todos o un paseo en el yate monárquico que, brutal metáfora de la corona que de nada sirve, es reclamado por los empresarios que lo regalaron. Aunque me temo que de poco serviría ante la avalancha de comida en mal estado que todos los días nos ofrecen las instituciones: asquerosa fritanga de caseta cocinada por cúpulas patriarcales que han asumido que la política es una profesión sin la que buena parte de nuestros representantes carecerían del estatus social y económico que hoy disfrutan y que pagamos entre todos.

Es hora, pues, de meternos los dedos y de provocarnos el vómito. Es urgente que expulsemos del sistema los virus que nos provocan gastroenteritis, los alimentos caducados que son imposibles de digerir, las grasas y los azúcares que en lugar de proporcionarnos energía elevan el colesterol y sitúan nuestro corazón ciudadano al borde del colapso. Necesitamos ya, sin más demora, iniciar una rebelión cívica que expulse a los que monopolizan vilmente a las instituciones y que provoque una serie de reformas sin las que nuestro sistema constitucional seguirá herido de muerte. Una muerte de la que no nos salvarán los mesías ni las oraciones que el Gobierno pretende convertir en obligatorias. Porque la salvación solo vendrá de la mano de una ciudadanía más republicana que asuma de una vez por todas que la única salida posible será otro tipo de democracia. La única guillotina con la que cortar las cabezas de quienes insisten en seguir tomándonos el pelo.

OCTAVIO SALAZAR BENÍTEZ. PROFESOR TITULAR DE DERECHO CONSTITUCIONAL DE LA UCO 03/06/2013

http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/vomito_807709.html

Los hombres también tenemos género

Octavio Salazar - El País - 18 de abril de 2013

Todavía hoy a muchos, y también a muchas, les sigue sorprendiendo que me defina como hombre feminista, algo que además en estos tiempos de retrocesos democráticos proclamo con contundencia siempre que puedo. No obstante, a estas alturas debería ser incuestionable que la  igualdad de derechos de mujeres y hombres es un presupuesto ineludible de la democracia. En consecuencia, cualquier demócrata, hombre o mujer, debiera ser feminista, en cuanto que individuo comprometido con el objetivo de que el sexo no sea un obstáculo para el acceso a los bienes y el disfrute de los derechos.  Desde el convencimiento de que el feminismo no es lo contrario al machismo y de que la lucha de aquel no es contra los hombres sino contra el orden social y cultural que representa el patriarcado. 
A diferencia de las mujeres, que llevan siglos cuestionando su lugar en la sociedad y el pacto social que las ha mantenido históricamente discriminadas, los hombres no hemos tenido la necesidad de mirarnos en el espejo y mucho menos de analizar críticamente una estructuras que nos beneficiaban. Como bien sentenció John Stuart Mill, hemos sido educados en la “pedagogía del privilegio” y, por tanto, nos hemos limitado a ejercer el poder en unas estructuras binarias basadas en la supremacía de lo masculino sobre lo femenino. Todo ello además con el respaldo garantista de los ordenamientos jurídicos y desde la identificación de lo universal con lo masculino.
Con ese desigual reparto de posiciones se configuraron los Estados contemporáneos, la teoría de los derechos humanos y hasta las mismas democracias que durante décadas excluyeron a las mujeres de  la plena ciudadanía. Como bien ha analizado el feminismo, el pacto social estuvo precedido de un “contrato sexual” mediante el que se consagró el privado como espacio de sometimiento de las mujeres mientras que en el público nosotros ejercíamos  plenamente los derechos como ciudadanos.
En paralelo se consolidaron dos mundos, el masculino y el femenino, articulados de manera jerárquica y a los que correspondieron valores, hábitos y actitudes concebidos desde la oposición. En este contexto los hombres hemos sido siempre socializados para desempeñar la función de proveedores y para monopolizar la esfera pública.
Se nos ha educado para el ejercicio del poder, el éxito profesional y la individualidad competitiva, lo cual ha implicado a su vez el desarrollo de unas capacidades y la renuncia a otras. Es decir, se nos ha socializado en el marco de unos valores y habilidades que contribuían a alcanzar y mantener nuestro papel de héroes, al tiempo que negábamos las capacidades consideradas femeninas. La masculinidad patriarcal, por tanto, se ha construido sobre una afirmación –la que la vincula con el ejercicio del poder y, en consecuencia también, con el uso en su caso de la violencia– y sobre una negación –ser hombre es ante todo “no ser una mujer”. 
No en vano el diccionario de la RAE mantiene como una de las acepciones de feminidad “el estado anormal del varón en el que concurren uno o varios caracteres femeninos”. De ahí que la homofobia, entendida en un sentido amplio como rechazo de lo femenino y en sentido estricto como negación de las opciones no heterosexuales, forme parte de la definición de una virilidad que ha acabado actuando sobre nosotros como un “imperativo categórico”.
En definitiva, y gracias al patriarcado, los hombres también tenemos género, es decir, también “nos hacemos” de acuerdo con unas reglas sociales y culturales que determinan nuestro lugar en la sociedad así como nuestra propia identidad. Somos educados para desempeñar el papel que se espera de nosotros y que está ligado a las posiciones de privilegio que durante siglos nos han convertido en sujetos activos frente a unas mujeres sometidas en lo privado y condicionadas por su papel de cuidadoras. Y no sólo nos hemos visto obligados a asumir como máscaras inalienables la agresividad, la competitividad, la obsesión por el desempeño o la fortaleza física, sino que al mismo tiempo hemos renunciado a las virtudes y capacidades vinculadas a lo emocional, a los trabajos de cuidado, al mundo femenino que ha carecido de valoración socio-económica y cultural.
Esa omnipotencia también ha generado sus patologías, las cuales nos han mantenido en muchos casos aferrados a un yugo. Prisioneros en la cárcel de la masculinidad hegemónica que nos ha exigido demostrar de forma permanente nuestra hombría y ocultar bajo mil escudos nuestra humana vulnerabilidad.
Es urgente, pues, que los hombres empecemos a mirarnos por dentro y a analizar críticamente nuestro lugar en un pacto social que nos hizo vencedores, aunque paradójicamente también nos condenara a renunciar a todo lo que no cabía en el prototipo del que Joaquín Herrera denominó "depredador patriarcal". Es necesario que nos reubiquemos en lo privado, que reivindiquemos y ejerzamos nuestro derecho-deber de corresponsabilidad en el ámbito familiar, que asumamos los valores y las habilidades que durante siglos negamos por entenderlas como negadoras de nuestra masculinidad y, por supuesto, que encabecemos junto a nuestras compañeras las luchas aún pendientes por la igualdad. Un compromiso que se hace especialmente necesario ante la crisis del Estado Social y la reacción patriarcal que empieza a vislumbrarse, dos factores que no sólo ralentizan la agenda feminista sino que incluso ponen en peligro los derechos que creíamos definitivos.
La conquista de la democracia paritaria pasa necesariamente por la revisión de la masculinidad patriarcal y por un proceso de transformación socio-cultural en el que los hombres hemos de asumir un papel protagonista. Sin él, los logros serán puntuales y frágiles, de manera que se continuará prorrogando un orden que sigue empeñado en ofrecer más obstáculos a las mujeres en el ejercicio de sus derechos y que en los últimos tiempos está desarrollando mecanismos cada vez más sutiles de dominación.
Esa revisión debe incidir a su vez en la armonización entre lo público y lo privado, así como en la redefinición de una racionalidad pública hecha a imagen y semejanza de los hombres. En estos momentos de crisis política y económica es más oportuno que nunca plantear otras maneras de ejercer el poder, de organizar la convivencia y de gestionar los conflictos.
Es necesario encontrar, como ya plateara Virginia Woolf en sus Tres guineas, “nuevos métodos y nuevas palabras”. Un reto que exige la superación de la subjetividad patriarcal, la apuesta por masculinidades heterogéneas y disidentes y la configuración de una ciudadanía capaz de superar los binarios –público/privado, razón/emoción, producción/reproducción, cultura/naturaleza, heterosexualidad/diversidad afectivo-sexual– que durante siglos han servido para mantener subordinadas a las mujeres y en posición de privilegio a los hombres.
Aunque también, y eso es algo que yo he ido descubriendo al quedarme desnudo frente al espejo, esa hombría impuesta nos haya condenado, a la mayoría sin ser conscientes de ello, a perdernos todo aquello que el orden cultural dominante entendía que entraba en contradicción con la demostración pública de nuestra virilidad. De ahí el doble compromiso que como hombre demócrata asumo como irrenunciable, el que comienza por quitarme la máscara del género que me atosiga y que continúa con la militancia feminista que parte del convencimiento de que la democracia o es paritaria o no es.


Octavio Salazar Benítez es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba y autor de Masculinidades y ciudadanía. Los hombres también tenemos género (Dykinson, Madrid, 2013).

http://blogs.elpais.com/mujeres/2013/04/los-hombres-tambi%C3%A9n-tenemos-g%C3%A9nero-1.html



LAS CÓMPLICES MOCLINAS DE CLARA CAMPOAMOR

17/03/2012 

http://lashoras-octavio.blogspot.com.es/2012/03/las-complices-moclinas-de-clara.html

Las mujeres de Zufre, no sé si de manera consciente o no, son el verdadero alma del pueblo. Son todas mujeres luchadoras, entusiastas, que arrastran historias que darían para varios novelones, que han trabajado, sufrido y amado, todo ello a veces en exceso. Pepa la de Benito, Rosa, María Rufo, Fina, Gori, Josefa la de Pía, Joaquina, Pepa la de Sisto, Pepa la de Goro, Mari Te, Encarna, Sebastiana, Pepa la de Pablo, Loli Díaz, Paqui, Milagros, María Vázquez, Antonia, Nati, María de la O, Pepi la de Moreno o Eulalia que hoy cumple 87 años, son un espejo en el que todos deberíamos mirarnos. Y muy especialmente los hombres que, durante siglos, no hemos sabido ni querido reconocerlas. Ellas, desde sus vidas anónimas, tan oscuras a veces, tan silenciosas, han sido tan importantes para la vida de su pueblo como los hombres que trabajaban en el campo, que cazaban o hacían negocios. Las que no han dejado de limpiar los suelos, de coser las sábanas rotas, de cocinar pollo en salsa zufreña y de rezarle a la Virgen del Puerto. Esa que algunas llevan pegada al pecho en una medalla. 

Por todo ello, por todo lo que tienen que contarnos y enseñarnos, por todo el rastro de sus vidas privadas e invisibles que está en las fotografías que con esmero han recopilado, ellas fueron ayer las verdaderas protagonistas. Más feministas incluso que Clara Campoamor, aunque ninguna sepa con exactitud el significado del término. Más luchadoras que la mayoría de los hombres que prefieren seguir en la taberna viendo los toros y leyendo el Marca. Más comprometidas con la igualdad que muchas de los políticos y las políticas que piensan que la vida es un mitin.

En apenas unas horas he aprendido de ellas más de lo que hubiera podido aprender leyendo sesudos ensayos y tesis. Hablando con ellas, sintiéndome como si formara parte de su familia, reconocí en ellas a mis abuelas e incluso a mi madre. Las reconocí en sus manos gastadas por el trabajo, en su pelo bien limpio y peinado para la ocasión, en sus sonrisas impagables, en su aroma de cocina y jabón. En sus devociones y cariños, en las toallas bordadas y en sus dedos que ahora hasta se atreven a teclear un ordenador.


Con ellas viaje en el tiempo y me situé más en el presente que nunca. Alimentado por sus voces sabias y sus energías inagotables. Me llenaron por dentro con tanto cariño y sabiduría que supongo que tendré entusiasmo para largo tiempo.

Y cuando me falte, sé que siempre podré volver a la cocina de Gori, a tomarme un café bien cargado y a mirar fotografías antiguas, mientras que su "niño" entra y sale, sale y entra, y José María apura las últimas páginas del libro o se lamenta ante el telediario que no deja de contar barbaridades de un mundo aún dominado por los hombres.

Aunque era yo el que suponía que iba a aportarles conocimiento e ideas con mi conferencia sobre Clara Campoamor, fueron ellas, las mujeres de Zufre, las que me dieron una auténtica clase magistral. Sin necesidad de cátedras ni micrófonos. Con un curriculum en el que la vida les ha pesado y llenado tanto que le sale a borbotones por la boca. Ellas son las verdaderas artesanas del cuidado y la ternura. Los fundamentos de una ética que debería ser de obligado cumplimiento. La que es tan fácil descubrir tras las puertas abiertas de Zufre, en la sonrisa generosa de la abuela que tiene el suelo de su casa como los chorros del oro, en las voces que entonaron un "Himno a la mujer trabajadora" sin ser conscientes de que sobraba el adjetivo porque todas las mujeres, y siempre, han sido y son trabajadoras. Las auténticas sostenedoras de la vida. Maestras en el arte de multiplicar las sobras y de vigilar que los afectos no se quiebren. Las que, con suerte, fueron a su "escuela de niñas" y a las que los días se encargaron de enseñarles todas las lecciones que los hombres no escribieron en los libros.


Por todo ello hoy ellas son las que se merecen ser las protagonistas de mi blog. En agradecimiento por su generosidad y en reconocimiento de su grandeza.





EL IMPERIO DE LA LEY
DIARIO CÓRDOBA, 13-2-2012

Las reacciones a la sentencia que ha inhabilitado al juez Garzón han vuelto a demostrar lo necesaria y urgente que en este país es Educación para la Ciudadanía. Muchas de ellas han puesto de manifiesto una ignorancia muy atrevida de las esencias del Estado de Derecho y, lo que es peor aún, han respondido a un sectarismo impropio de un régimen constitucional. La grandeza del Estado de Derecho, y la mejor garantía para nuestras libertades, reside en el sometimiento de todos, ciudadanos y poderes públicos, a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico (art. 9.1 CE). Es decir, las reglas del juego están marcadas por la ley que, a su vez, goza de la legitimidad democrática que le otorga el haber sido discutida con las suficientes dosis de pluralismo y aprobada por los representantes de la voluntad popular. Bajo este marco, todos, y no digamos los jueces, debemos ser conscientes de los límites y de las consecuencias que supone rebasarlos. Unas consecuencias que, en todo caso, caerán sobre los responsables en el marco de un proceso basado a su vez en una serie de garantías. Las que constituyen el conjunto de derechos fundamentales que componen la "tutela judicial efectiva".
La controvertida sentencia del Supremo es un ejemplo de los que nos podrían servir perfectamente en clase de Derecho para explicar algunas claves de nuestro ordenamiento jurídico. Los jueces se limitan a decir, nada más y nada menos, que el juez Garzón se saltó las reglas del juego y que, como fatal consecuencia, quedó lesionado uno de los derechos básicos de cualquier sistema procesal constitucional, el de defensa. Con independencia de la finalidad, no pongo en duda que legítima que tuviera su actuación, Garzón se situó por encima del Derecho. De ahí que, como bien dice la sentencia, con un tono de intencionada reprimenda, el juez que ha luchado con tanto ahínco contra regímenes dictatoriales ha actuado como lo hubiera hecho un magistrado acostumbrado a un sistema en el que su poder no proviene de las normas jurídicas sino que se sitúa por encima de ellas.
Los argumentos jurídicos no admiten prácticamente discusión, salvo la obvia que puede provocar la siempre plural interpretación del Derecho. Otra cosa es que no nos gusten las normas que han amparado la decisión, o el procedimiento que ha llevado a la sentencia, pero entonces no hay más salida que usando los cauces democráticos intentar su reforma. Cuestión bien distinta son las valoraciones políticas que sobre este caso y, en general, sobre la figura de Garzón se están haciendo desde una izquierda sin matices, prisionera de un frentismo absurdo y más dependiente del adversario político que de su propia coherencia. De ahí el sonrojo que me ha provocado escuchar a un representante del PSOE decir que se siente triste porque un juez del "perfil" de Garzón haya sido condenado, simplemente porque una de las esencias de nuestro sistema es la no distinción de perfiles a la hora de aplicar las normas.
El absurdo frentismo que se ha instalado en nuestra vida pública, alentado por unos medios de comunicación serviles y poco respetuosos con la presunción de inocencia, está provocando que este caso y otros similares se estén usando como arma arrojadiza entre una derecha reaccionaria y una izquierda mesiánica. Nada más peligroso para la madurez de una democracia que, con todos sus defectos y sus mejorables instituciones, nos demuestra con casos como éste que la justicia funciona. Y que uno de sus mayores problemas no es tanto la aparición de personajes como Garzón sino la de comparsas que los convierten en héroes de trincheras en las que con demasiada frecuencia importan más los fines que los medios. Algo que, en términos jurídico-constitucionales, es inaceptable y que, al denunciarlo, no nos convierte en cómplices de la derecha a la que el que esto escribe nunca ha votado ni votará.


 http://lashoras-octavio.blogspot.com/2012/02/el-imperio-de-la-ley.html


DIARIO CÓRDOBA, 16/01/2012

LA FIESTA TERMINÓ

Durante los últimos años todos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Hemos sido prisioneros de un sueño que alargó el presente y que nos mantuvo en la inconsciente alegría de la adolescencia. Estábamos además respaldados por unos poderes públicos que sostenían nuestras necesidades básicas y que actuaban como los progenitores siempre preparados para salvar del naufragio a sus descendientes. Es decir, entre todos confundimos el Estado Social con un mago sanador de heridas y con un mesías capaz de corregir no solo las injusticias sino también las irresponsabilidades. Ello contribuyó a perfilar una ciudadanía individualista y centrada en sus ambiciones personales. Es decir, el Estado Social no contribuyó a armarnos éticamente con valores como la solidaridad o la hospitalidad, sino que al contrario propició que entendiéramos que los mismos solo incumbían a unas administraciones encargadas de poner límites a nuestras libertades y de reequilibrar el acceso a los bienes y derechos.
Este devenir de consecuencias nefastas para la calidad de la democracia fue alimentado por unas Comunidades Autónomas que, en época de abundancia, asumieron sus competencias como el nuevo rico que suele confundir cantidad con calidad. Impulsadas en la mayoría de las ocasiones por una dinámica de oposición al Estado y por una lógica bilateral, convirtieron el presupuesto público en el escenario idóneo para, junto a logros indiscutibles, cometer todo tipo de excesos que solo ahora, cuando la fiesta llega a su fin, están saliendo a la luz.
En el caso concreto de Andalucía, los 30 años de gobierno socialista han propiciado además la consolidación de unas estructuras de poder en las que ha sido relativamente fácil escapar a los debidos controles, entre otras cosas porque se ha procurado que la ciudadanía estuviera anestesiada. De una parte, mediante la creación de una tupida red clientelar que ha favorecido los silencios cómplices y los estómagos agradecidos. De otra, a través de una política de comunicación que nos ha adormecido entre coplas, arrayanes y alabanzas al gobernante. En lugar de fomentar una ciudadanía crítica y responsable, emprendedora, con ganas de pelear por su futuro y con capacidad de exigirse a sí misma y a los que la representan, durante 30 años se ha favorecido la cultura del subsidio, del gratis total y de la complacencia paralizante. Todo ello bajo la cobertura de un discurso progresista y amparado en la omnipotencia que otorga la posesión prolongada de los escaños. Hasta el punto de que pasadas tres décadas muchos son los que tienen cosas que callar y pocos los que tienen la valentía de denunciar las servidumbres.
Como andaluz no me sirve de consuelo la comparación con otras Comunidades, ni tampoco las justificaciones de última hora que pretenden eximir de responsabilidad a los que nos gobiernan. Como ciudadano de esta Comunidad Autónoma no puedo más que lamentar que en estos años hayamos pasado por alto la salvaguarda de principios democráticos básicos como la división temporal del poder o el escrupuloso respeto de la transparencia y el pluralismo. Todo ello sin olvidar el cuestionable entendimiento de unas políticas de bienestar que han confundido la justicia social con la compra de afectos, el protagonismo de lo público con la parálisis ciudadana. Un proceso en el que, vuelvo a insistir, todos en mayor o menor medida hemos sido cómplices. Aunque no todos, obviamente, nos hayamos pasado de la "raya".
Ahora que la fiesta llega a su fin, y en un momento además en que el socialismo anda perdido entre la contienda de los nombres y el vacío de las ideas, se impone un ejercicio de autocrítica y de exigencia ciudadana. Nuestra tragedia es que las alternativas dejan mucho que desear y que la desesperanza gana terreno. Sin embargo, nunca deberíamos renunciar a ejercer la cuota de poder que nos otorga la democracia: la única entrada que nos permitirá acceder a la fiesta que, nunca más, deberían organizar a costa de nuestros bolsillos.


DIARIO CÓRDOBA, 2-12-2012

EL TRAJE AZUL DEL EMPERADOR

 


Un avión que no levanta el vuelo, como si estuviera condenado a ser desde el presente pura arqueología. Un palacio de congresos que apenas es un pentagrama en la cabeza del director de una orquesta sin lugar. Un centro de creación contemporánea que no deja de crecer, desafiando al horizonte con sus colmenas. El horizonte de la vieja ciudad siempre quieto, imperturbable, soberbio y algo ensimismado. Un centro de recepción de visitantes que no recibe a nadie, turistas que pasean y que no pernoctan, artistas que no cobran haciendo circo. Una Mezquita que de noche sólo quiere ser catedral. La ciudad de las negaciones, de las apariencias, del quiero y no puedo, y de los golpes de pecho que aún viniendo de agnósticos apestan a incienso.
Paseo por la ribera y, además de descubrir miradas inéditas, intento convertirme en un extranjero que mira la ciudad desde afuera. Un visitante que llega buscando la ciudad de la cultura y que acaba chocando con un perfil de dama orgullosa, un tanto falsa. De esas que lucen permanente en la cabeza en lugar de corona y que prefieren tomar sopas de avecrem antes que renunciar a los tiros largos.
Paseo en este diciembre soleado por la otra orilla, huyendo de los villancicos que se me atragantan tanto como los mantecados, y veo proyectado en las paredes vírgenes del C4 el pasado reciente de la ciudad. Ese en el que nos creímos un proyecto colectivo, en el que las instituciones por una vez sumaron y en el que pensamos que, al fin, la cultura era más que un eslogan que vender en Fitur. Todos soñamos con la que la ciudad, y muy especialmente sus representantes, habían asumido que la cultura es un motor sociecónomico y que nuestro futuro o pasa por ella o no será. Veo en la pantalla a Barceló comiendo arcilla, a Alicia de Córdoba que continúa atrapada en su patio, a los vecinos y a las vecinas de la calle Imágenes pintando las aceras con limonada. El puente romano sigue lleno de gente vestida de azul, aunque no logro descubrir a la gerente de sueldo millonario. Las pantallas del C4 proyectan en bucle la comparsa interminable de políticos y de políticas con casco, las sonrisas generosas de los artistas y creadores ninguneados e incluso me veo a mí mismo, tragando sapos y culebras, pero entusiasmado, cómplice, convencido de que no había que dejar ninguna rendija por la que pudiera entrar el desencanto.
Cae la noche en el río y se encienden las luces del C4. El agua, el cielo, el balcón, parecen otros. Huelen a promesas. Mientras que la ciudad disfraza con bolsas de plástico su melancolía, al otro lado del río se asoma el futuro. Cargado de interrogantes. Como un espléndido escenario en el que siguen faltando los actores, el guión y el público. Tan dubitativo como el poeta que sabe que no tendrá primavera, tan ofuscado y digno como Pilar Citoler en busca de posada, tan banal como las risas de los Morancos en el Gran Teatro, tan solitario como la Casa Góngora, tan escurridizo como una guitarra sin dueño.
Vuelvo a mi casa con los ojos llenos de miel y, al fin, me atrevo a quitar del balcón las banderas azules. Seguían ahí como las plantas que uno espera recuperar tras las lluvias. Las corto en trocitos pequeños y las envío, como si fueran reliquias, a todos a los que la crisis está obligando a elegir entre la realidad y el deseo. Menos mal que siempre nos quedarán el río, el poeta que añora abril y el bailarín incondicional que no se resiste al silencio. De su mano aprendo a soltar lastre, al tiempo que asumo que en este 2012 todos veremos desnudo al emperador por más que él insista en que todavía no se ha quitado el traje azul que tapaba sus vergüenzas.

 

ISABEL OYÁRZABAL SMITH, HAMBRE DE LIBERTAD


"El sentimiento de desear la paz, y ansiar que otros vinieran en ayuda de mi país, de condenar el armamento por un lado y sin embargo pedir armas por otro, de sentir devoción por la vida humana pero desear su destrucción a veces son sentimientos contradictorios que han reafirmado otros. Entre ellos la convicción de que la democracia es el único sistema político en donde la gente puede ser feliz. 
El odio es la fuerza más destructiva que un país puede sufrir y la libertad el más preciado de los dones. No me refiero sólo a la libertad política, que es por supuesto fundamental. Hablo también de la económica y de otro tipo de libertad que permite al hombre crecer y desarrollarse de acuerdo con los dictámenes de su corazón. Existen muchos tipos de esclavitud y no es menos degradante aquella que nos impide hacer uso de nuestras posibilidades creativas".

Isabel Oyárzabel Smith es una de esas mujeres convertidas en invisibles en una historia escrita por los hombres. Nacida en Málaga en 1878, fue actriz, periodista, embajadora y, sobre todo, una mujer comprometida con la causa republicana. La que defendió en foros internacionales, desde su cargo de embajadora en Suecia, la que le llevó, como a tantos españoles y tantas españolas, al exilio mexicano donde murió en 1974. Sin que en España hubiera muerto todavía el dictador.

Isabel fue una mujer valiente, luchadora, pacifista y feminista, que contempló tremendamente decepcionada como las democracias mundiales dejaban sola a la República española. Sus memorias, escritas con el combativo título de Hambre de Libertad, fueron traducidas el año pasado y al fin publicadas en nuestro país. Su lectura debería ser obligatoria para quienes quisieran no sólo conocer el fin del sueño republicano sino también el protagonismo que muchas mujeres tuvieron en esos momentos de nuestra historia. Indispensable para quienes crean que la paridad es sólo cuestión de números.

En toda su vida, en la narración de lo que batalló personal, profesional y políticamente, late una mirada de género que nos pone al descubierto cuántas esperanzas se vieron frustradas en el 36. Sirva a título de ejemplo lo que escribe tras el nacimiento de su segundo hijo que fue mujer, toda una declaración en apenas dos líneas sobre el lugar de las mujeres en el orden patriarcal:


"Sin duda se vería obligada a soportar el dolor para dar a luz un nuevo ser, pero no habría de morir matando a otras personas en una guerra".






DIARIO CÓRDOBA, 19-12-2011

... Y COMIERON PERDICES


En un año de tantas malas noticias, me alegro de que, sin ser pretendido por sus protagonistas, se hayan empezado a resquebrajar ciertos tabúes que durante décadas han presidido la vida pública española. En primer lugar, la reforma constitucional llevada a cabo con nocturnidad y alevosía en pleno verano ha servido, pese a lo lamentable de su contenido y de sus formas, para romper varios mitos ligados a nuestra Norma fundamental. Gracias a la chulería del PSOE y del PP, el consenso se ha despojado del aura casi mítica que lo habían convertido en un paradigma, quedando demostrado que la reforma de la Constitución es cuestión de voluntad política. Y que incluso en condiciones tan nefastas como las de septiembre, el sistema permanece en pie, pese a sus achaques y dolencias.
El debate suscitado ha puesto también de manifiesto que buena parte de las narraciones que sirvieron para consolidar el sistema constitucional en los años 80 ya no sirven en un contexto completamente distinto. De ahí que determinadas voces hayan perdido legitimidad y que ciertos discursos apenas inquieten a unas generaciones que necesitarían una Constitución más acomodada a su lenguaje, intereses y expectativas.
En segundo lugar, el escándalo Urdangarín está sirviendo para confirmar un proceso que no ha dejado de avanzar en los últimos años. Me refiero al progresivo deterioro de la intangibilidad de la Corona, otro de esos paradigmas muy ligados al consenso del 78 y que durante décadas ha propiciado que la Jefatura del Estado quedara al margen de exigencias democráticas tales como la transparencia, el control y la responsabilidad.
Un poco sutil pacto de silencio, alimentado por unos medios de comunicación cortesanos y por unos líderes políticos acomplejados, ha permitido durante mucho tiempo casi elevar a los altares no solo al Rey sino a toda una familia que parecía destinada a, paradójicamente, escenificar el cuento de hadas que necesitaba la España democrática para no tener pesadillas por las noches. Como si las portadas del Hola fueran un factor esencial para consolidar el "sentimiento constitucional".
Los últimos acontecimientos, sumados a otros más o menos visibles, así como a actitudes tan criticables como las declaraciones homófobas de la Reina, han servido para que la opinión pública empiece a ejercer con respecto a la Corona uno de sus papeles esenciales en democracia: el control de las instituciones. Sin embargo, y ésta es la gran paradoja con respecto a la Jefatura de Estado monárquica, nuestro sistema hace aguas en cuanto al paso siguiente a ese control que es la exigencia de responsabilidad. Y no sólo porque la Constitución consagre la inviolabilidad del Rey, sino también porque la ejemplaridad, ética y estética, que debe exigirse a un monarca que reina pero no gobierna y a todos los satélites que viven del cuento (de hadas), es imposible de traducir en exigencias sancionables jurídicamente.
En definitiva, todo ello confirma el difícil encaje de la Monarquía, al menos desde la legitimidad de los principios democráticos, en un sistema basado en la triple conexión ciudadanía-igualdad-carácter electivo de los representantes. Unas contradicciones que se ponen más de manifiesto a medida que los discursos de la transición van perdiendo fuelle y se diluyen las razones que en su día justificaron la apuesta por un Rey que, no lo olvidemos, juró fidelidad a las Leyes Fundamentales del Reino.
Por todo ello, los que solo nos sentimos monárquicos en la noche del 5 de enero, no podemos sino sentir una nutriente alegría ante el cada vez más cercano final de una historia en el que, esperemos, las perdices no sean el privilegio de los que tienen o soñaron con tener sangre azul entre las venas. Entre otras cosas, porque ya somos mayorcitos para creernos los cuentos con los que pretenden que conciliemos el sueño como si no hubieran pasado ya más de 30 años. Esos que urdieron los padres de la Constitución y que poco interesan ya a sus nietos y bisnietos.




DIARIO CÓRDOBA, 5-12-2011

 

LA CONSTITUCIÓN DOMADA

 


Tal vez nunca como en este año sea necesario realizar una mirada crítica sobre la Constitución que durante más de 30 años ha servido para consolidar la democracia en nuestro país. La más que discutible reforma "perpetrada" en el mes de septiembre, así como el progresivo desgaste de algunas instituciones y sobre todo de una clase política cada día más mediocre, nos ofrecen el marco incomparable para plantear de una manera urgente la necesidad de cambiar una norma que sobrevive muy frenada por los condicionantes que provocaron su parto. Se impone, pues, cortar el cordón umbilical que nos sigue atando a una realidad, la de 1978, que poco o nada tiene que ver con la del siglo XXI.
Si algo bueno tuvo la impresentable reforma constitucional de este año, fue que sirvió para romper el tabú de su intangibilidad. Es decir, quedó demostrado que basta y sobra voluntad política para acometer cualquier cambio, sin que por ello se tambaleen los pilares del sistema. No hizo falta más que los dos grandes partidos se pusieran de acuerdo para arrodillarse ante los mercados, para que en apenas 12 días se cubriera un procedimiento que debería haber respondido a unas pautas mucho más exigentes en cuanto al pluralismo político y la participación ciudadana. De repente el "sagrado" consenso constitucional, sobre el que tanto nos han machacado los padres e hijos de la Constitución, así como todos aquellos que todavía siguen instalados en el aura mítica de la transición, quedó sobrepasado, de la misma manera que la soberanía estatal certificó su lenta pero inexorable agonía.
Al margen de la dudosa eficacia de la reforma en relación a sus objetivos, tal y como ha demostrado la realidad financiera de los últimos meses, la misma puso de manifiesto dos cuestiones relevantes. En primer lugar que la soberanía ha pasado a una fase líquida, casi gaseosa, que pone en entredicho no solo la supremacía de la Constitución sino también el mismo juego de la legitimidad democrática. En segundo lugar, que el sentido del Estado constitucional, en cuanto estructura político-jurídica basada en la limitación del poder mediante el Derecho, está cada día más entredicho ante la fuerza de unos poderes económicos a los parece imposible sujetar con las bridas de la legalidad. Más bien al contrario, son ellos los que doman a unos sistemas en los que el peso del neoliberalismo está sepultando los impulsos garantistas del constitucionalismo.
Son, pues, malos tiempos para una lógica, la del Estado de Derecho, que se muestra cada vez más inoperante ante unos poderes desbocados, lo cual, a su vez, supone la mayor amenaza para la garantía de nuestros derechos. De ahí que se imponga, ahora más que nunca, la necesidad de reivindicar la ideología constitucional como la única que nos puede salvar del naufragio y, en el caso concreto de nuestro país, la revisión de algunos de los elementos de un sistema que corre el riesgo de acabar convertido en un traje demasiado estrecho para una realidad cada vez más ancha. Cuestiones como la sucesión a la Corona, la integración europea, el cierre del proceso autonómico, la conversión del Senado en cámara territorial, la garantía de independencia y continuidad de instituciones como el Tribunal Constitucional o la necesaria modificación de los factores discriminatorios de nuestro sistema electoral, exigen desde hace tiempo una reforma que, mucho me temo, no acometerán unos representantes cegados y principales beneficiarios de las grietas por las que nuestra Constitución hace aguas. A todos ellos deberíamos recordarles que, como bien ha sentenciado Habermas, "toda constitución democrática es y será siempre un proyecto" y que, como tal, "está orientada al aprovechamiento cada vez más completo de la sustancia normativa de los principios constitucionales en circunstancias históricas cambiantes". Ignorar este reto es el primer paso para convertirla en un cuerpo sin alma o, lo que es peor, en una norma domesticada por los látigos de la selva.


Diario CÓRDOBA, lunes 10-10-2011

ENEMIGOS ÍNTIMOS

 


Cada vez que se acerca un proceso electoral tengo la sensación de que nuestros representantes nos tratan como si fuéramos idiotas. Es humillante observar de qué manera hacen propósitos de enmienda o justifican lo injustificable, como si los que los votamos careciéramos de memoria y lucidez, como si fuéramos meros consumidores del producto que tratan de vendernos. Mucho me temo, sin embargo, que la crisis nos ha avivado el seso y nos está haciendo más exigentes ante unos/as políticos/as que, salvo excepciones, que también las hay, carecen de respuestas y, lo que es peor, parecen solo atender a las preguntas que les plantea su ombligo.
Aunque a estas alturas ya debería estar curado de espanto en esta ciudad de sainete, todavía conservo la capacidad de sorpresa ante unos representantes que nos siguen tratando como menores de edad. Esa distancia y esa prepotencia es la que parece haber guiado a los socialistas cordobeses en la elaboración de unas listas que han terminado de ponerle la alfombra roja --perdón, azul-- al PP. Solo desde la acumulación de despropósitos que suman en los últimos tiempos, se puede entender la apuesta por una mujer que defraudó las expectativas de su electorado y que puso por encima de los de la ciudad sus propios intereses. Una mujer que, con la sagacidad de buen animal político, se ha mantenido al margen de choques de egos, ha sabido administrar los tiempos y, sobre todo, ha sabido labrarse una imagen en el exterior que poco tiene que ver con la que tenemos en esta ciudad que la parió. Muchos nos hemos acordado de aquellos plenos en los que un aguerrido Antonio Hurtado, desafiando los dictados de su propio partido y hasta las exigencias de su carrera política, se batió el cobre frente a un gobierno municipal que alimentó muchas de las realidades de las que ahora nos lamentamos. Por todo ello, y porque siempre lo tuve por un hombre sensato, valiente y fiel a unos principios, me ha dolido tanto verlo de escudero de quien fue su enemiga y con quien compartirá próximamente sonrisas en portadas electorales que a algunos nos darán sarpullido.
Si a todo ello sumamos la lista jurásica del Senado, convertido en balneario donde se pagan los servicios prestados y se entierra a políticos/as inútiles, nos sobran razones a los que, sintiéndonos socialistas de corazón, andamos con el sobre electoral vacío buscando una papeleta con la que no nos traicionemos excesivamente. Y de ahí que hayamos comprendido a la perfección que un valor tan desaprovechado como Juan Luis Rascón vuelva a la magistratura. O que Carmen Calvo, divismos aparte, haya decidido reincorporarse a las aulas. Algo que, obviamente, han podido hacer porque, a diferencia de otros muchos, no necesitan de un cargo público para sobrevivir. De esta manera, además, han demostrado con su propio ejemplo la higiénica división temporal del poder que, a buen seguro, forma parte del temario que ambos explican en la UCO.
Siempre que la política nos ofrece un espectáculo tan lamentable como el del PSOE cordobés, me gusta recordar a Clara Campoamor y su defensa del voto femenino en 1931. Ella, por encima de lo que en aquel momento podía convenir políticamente a su partido, se mantuvo fiel a la defensa de unos principios y a la reivindicación de la igualdad de hombres y mujeres. Esa actitud, por cierto, le costó su futuro político. En unos momentos tan complicados como los que estamos viviendo, necesitamos más que nunca políticas y políticos como Clara, capaces de anteponer sus ideales a los intereses partidistas, coherentes con su militancia y no prisioneros de maquinarias electorales, como en aquel 31 lo estuvo Victoria Kent. De lo contrario, es la democracia, y todos nosotros con ella, la que sale perdiendo. Muy especialmente los que nos resistimos a acudir el 20-N a las urnas tapándonos la nariz.


Diario Córdoba, Lunes 6/6/2011

EL HUEVO O LA GALLINA

 

Siempre me he resistido a dar por buena la sentencia que adjudica al pueblo los políticos que se merece. No obstante, es cierto que en una democracia hay una estrecha conexión entre representados y representantes, si bien no me atrevería a decir qué lugar le corresponde al huevo y cuál a la gallina. No cabe duda de que nuestros gobernantes, con la ayuda de los medios de comunicación y de los múltiples mecanismos de que disponen para incidir en nuestras vidas, influyen de manera decisiva en nuestra socialización. Al mismo tiempo, solo los inocentes pueden ignorar que al poder, del tipo que sea, le interesa mucho más tener súbditos que ciudadanos. No he dejado de darle vueltas a estas ideas ante los comentarios que en estas semanas han puesto de manifiesto la gran sorpresa que han supuesto los resultados electorales y, muy especialmente, el éxito de Unión Cordobesa. Creo que la sorpresa se reduciría si recordáramos nuestra historia reciente y nos atreviéramos a hacer un ejercicio colectivo de autocrítica.
Nuestra memoria no debería ser tan frágil y deberíamos tener presente cómo los gobiernos de IU, muy especialmente los liderados por Rosa Aguilar, impusieron en nuestra ciudad un estilo populista de hacer política, basado en un liderazgo hiperpersonalista y en una concepción paternalista de la Administración. En vez de fomentar una ciudadanía reflexiva y crítica se optó por la complacencia y el acomodo, por la sonrisa vacía de contenido y por el aplauso de iniciativas que, salvo honrosas excepciones, tendían a la anestesia colectiva y a un estado reaccionario contradictorio con el carácter progresista y transformador que se le supone a una fuerza de izquierdas. En este sentido, se confundieron las raíces con la inmovilidad, el respeto de la tradición con el aplauso de lo vulgar y el movimiento de masas aparentemente felices con una más que dudosa experiencia de participación ciudadana. Todo parecía valer con tal de sumar abrazos y fotografías, claveles y votos. A ello habría que sumar las complicidades, más o menos confesas, de poderes económicos y religiosos que, como bien han demostrado los hechos, tanto mal le han hecho a la ciudad.
Si a ello unimos una cierta tendencia colectiva a dejarnos seducir por salvadores que a lo largo de las últimas décadas nos han adoctrinado desde los más diversos púlpitos, es más que evidente que teníamos abonado el terreno para el éxito de Rafael Gómez. Ha bastado que la crisis económica y la progresiva desconfianza en los partidos tradicionales hicieran brotar en el corazón de muchos electores la llama encendida por quien ha prometido empleo y progreso. Una promesa hecha además a pie de calle, sin las distancias de las maquinarias partidistas, jugando en el terreno físico y emocional de quienes en la actual situación son capaces de agarrarse a un clavo ardiendo.
Ante el actual panorama, más nos valdría a todos los que seguimos pensando que esta ciudad merece mejor suerte hacer un ejercicio de autocrítica y de depuración de responsabilidades. Un ejercicio que, además de una IU lastrada por el peso de la alcaldesa tránsfuga, debería hacer muy especialmente un PSOE que no ha sido capaz de ilusionar a un electorado sin norte. Es el momento no de lamentarnos de que Rafael Gómez esté en el Pleno, sino más bien de preguntarnos por qué el socialismo está condenado en Córdoba a unos horizontes tan limitados. Y es que sobra vanidad y complacencia, y faltan nuevos rostros y nuevas voces, una música distinta y un discurso acomodado a la realidad del siglo XXI. Y, sobre todo, es necesario que nuestros representantes empiecen a asumir que una democracia necesita para sobrevivir de ciudadanos virtuosos. La mejor garantía frente a mesías y corruptos. Una exigencia que difícilmente harán suya unos partidos sin democracia interna y excesivamente concentrados en mirarse el ombligo en vez de mirar a los ojos de la gente.


http://lashoras-octavio.blogspot.com/view/magazine

No hay comentarios: